Sobre la idealización en la vida personal y colectiva - Estanislao Zuleta



SOBRE LA IDEALIZACIÓN EN LA VIDA PERSONAL Y COLECTIVA

Por Estanislao Zuleta

«Estas cuestiones tan complejas, cuestiones que en general se prefiere evitar- comprendo también este punto de vista, hasta lo comprendo mejor que el mío- pero a las que yo he dedicado toda mi existencia».
Frank Kafka

Como momento tal vez, en ciertas circunstancias, la idealización sirve para construir un medio de contraste que haga resaltar la malignidad de aquello que en efecto merezca ser rechazado. 

Sin duda la idealización hace parte del proceso de pensamiento y del trabajo propio de la poesía y no hay en realidad ninguna relación ecuánime de objeto; y esto no por algún defecto o imperfección esencial, sino porque la relación de objetos como tal, trastese de objetos externos o internos, es siempre idealizadora- persecutoria, precisamente en lo que tiene de relación y no es nunca una simple constatación. Por lo demás, este fue nuestro origen y toda relación posterior conserva en alguna medida la huella de ese modelo original.

No tenemos, por lo tanto, la menor posibilidad de elegir entre idealización y no idealización; pero podemos establecer una tipología de la idealización, de sus diversos grados de fijación, de sus combinaciones con el desengaño y de los mecanismos de su funcionamiento en el amor, en el pensamiento y en la acción.

La exigencia de un realismo que estuviera protegido de ante mano contra toda desilusión, que en su deseo de ahorrarse todo desengaño por temor a que resulte un duelo demasiado doloroso, quisiera la garantía previa de que su objeto, el objeto al que otorgaría su fe y su entusiasmo, no lo defraudara jama, hace parte ella misma de la economía de la idealización, ya que se dirige a través del objeto, atreves de su reserva, su sospecha y su desengaño preventivo sobre el valor real del objeto, a la confiabilidad de un sujeto omnisciente capaz de captar al otro como transparencia y previsibilidad.


La idealización como bloqueo del pensamiento y de la acción.

Podemos considerar aquí el problema en sus términos más generales. La idealización del fin (de la meta o del resultado) se considera frecuentemente como un acicate para la lucha y para la apreciación critica de aquello contra lo que se lucha en el terreno de la historia personal o colectiva.

Pero hay allí una ilusión en extremo peligrosa, ya que la idealización del fin implica precisamente la devolución de la lucha y del proceso que conduce a él; fin idealizado, pensado según el modelo de una relación imaginaria de reconocimiento y satisfacción globales, no contienen en sí mismo lucha, negación ni proceso- es el «ideal negativo de la felicidad” de Nietzsche y tiene que a ser de la acción misma, tiempo de la desgracia, del desgarramiento y la carencia-. Y precisamente por esto la acción no se sostiene sino puede ser a su turno idealizada, y no por que contenga ya en sí, dialécticamente, el sentido de a aquello que persigue, prefigurando el mundo que piensa construir, determinándose como posibilidad real, es decir, como existencia actual, de la negación misma, de aquella vida cuya carencia determina la lucha; sino porque al contrario tiene que alimentarla con el mismo tipo de falsificación de que ha sido objeto el resultado. Hay pues, dos maneras de hacer que el fin este ya presente en los medios: la una consiste en que las características del tipo de vida que se busca pasen al proceso mismo por el cual se buscan, que la negación de una forma de relaciones humanas sea ya positivamente otra forma de relaciones, con otra lógica, la otra consiste en que la idealización del fin pase a los medios. ¿Pero, como se lleva esto acabo si los medios son inevitablemente una lucha y el fin está planteado como reconciliación final y supresión de la lucha? Se puede idealizar la lucha misma: construir un grupo fantasma materno como inanimada protectora, seguridad, garantía de identidad, protección por un ideal del yo común, enfrentando a un mundo exterior amenazante. De esta manera, la lucha continua, pero la frontera que separa y opone lo exterior y lo interior permite introyectar la falsedad del fin. Los que pensaban que vendría el reino de una verdad absoluta, construyeron organizaciones que ya tenían una verdad absoluta. Esto fue muchas veces explícito: contra la verdad de la iglesia solo se puede ser hereje y caer en las tiniebla exteriores; o también «es mejor estar equivocado con el partido que tener la razón contra el partido».

Existen otras formas de tratar (en una interpretación objetiva, encarnada) la relación del fin y los medios: una es la superación de la lucha oponiendo entonces, por ejemplo, a la imagen de un mundo absoluta mente violento y disgregado, el poder imaginario del amor, de la persuasión, de la no violencia, características del mundo idealizado que se piense instaurar como en ciertas secta cristianas o en Tolstoi; otra es la superación de toda relación dialecto entre el fin y los medios: el fin es entonces el resultado mecánico de unos medios que no están habitados por su sentido, que son actividad inerte, tiempo excluido de toda relación

Pero la figura que aquí nos interesa, la introyección en el proceso de la idealización del resultado, bloquea el pensamiento y distorsiona la acción, porque esa pareja del grupo fantasma y el mundo externo constituye una falsa construcción; el grupo ha importado lo esencial de ese mundo, la dominación como principio de toda coordinación, la jerarquía rígida y vertical como forma de organización, la distribución en individuos distintos de las funciones de dirección y ejecución y la reproducción de estas funciones y sus «agentes». Y el mundo externo tiene idea de una eficacia no problemática medida en términos de un resultado en sí; independiente del efecto que la manera de producirlo tiene sobre sus productores. Y es muy sabido con cuanta frecuencia el éxito de estos grupos tienden a producir a partir de su propio modelo un perfeccionamiento y exacerbación del mundo que combatían.

Podemos comprender en el ejemplo anterior que la idealización, aunque parezca al comienzo de destacar enormemente las diferencias entre la situación actual y aquella que se anhela instaurar, conduce en realidad a asimilar en un sentida más fundamental lo que se pretende contraponer. Hemos visto como esas idealizaciones vuelven sobre los momentos de la lucha, sobre los medios y terminan siendo también idealizaciones del presente en la figura de la institución fantasmalizada, eficaz, el partido, la iglesia. Son muy conocidos los crímenes y las orgias de terror a que se entregan estas organizaciones que persiguen un estado perfecto y cuantas veces a nombre de la negociación de toda violencia se pasa a una violencia sin límites.


Idealización e imagen

Es fácil constatar en vida (sobre todo en análisis) que la idealización es un proceso que opera por medio de imágenes, que toma determinados momentos del pasado, aislándolos del conjunto, de la totalidad articulada y de la continuidad y confiriéndoles un valor de emblemas, si en ellas todo el sentido o se contuviera la esencia de una relación, de una persona o de una época de la vida. Pero en realidad el sentido que así se ejemplifica con una imagen es más una proyección que una interpretación-incluso errada-puesto que lo que de esa manera se aísla, se separa de los antecedentes, de las consecuencias y las circunstancias que le imponen su interpretación objetiva- le confieren un sentido-, no es objeto de una interpretación propia, ya que la imagen ideada o recordada, el hecho o el gesto, son captados como manifestación de una esencia y no como síntoma de una problemática, efecto de una situación compleja.

Este procedimiento parece conferir un objeto a nuestros sentimientos de ternura, de compasión, de culpa, de amor, o a nuestra rabia; pero en realidad no hace más que retirar al pensamiento todo poder sobre nuestros sentimientos o estados de ánimos actuales. Ya que el poder correcto del pensamiento- y es te el que temporiza- es el poder de sostener la complejidad como tal, en su diversidad articulada, en lugar de deslumbrarla en imágenes, acontecimientos, hachos, gestos y palabras entre los cuales siempre podría escoger a aquellos que correspondan a nuestros sentimientos actuales y que nos permitan creer que los recibimos como un efecto de la esencia del objeto que se manifiesta en la imagen. Este procedimiento puede consistir en la producción del momento mítico ya como dice Sartre, «no es raro en efecto que una memoria condense en un solo momento mítico las contingencias y las repeticiones de una historia individual». Y esto es válido, como se sabe, tanto para la memoria individual como para la memoria colectiva que produce igualmente su «momento». Levi-Strauss mostró muy bellamente hasta qué punto la ideología política y el relato histórico tienden a producir estos momentos míticos: «para el hombre político y para quienes lo escuchan la revolución francesa es una realidad de otro orden (…) esquema dotado de una eficacia permanente que permite interpretar la estructura social de la Francia actual, los antagonismos que en ella se manifiestan y entrever los lineamientos de la evolución futura. Así se expresa Michelet, pensador político al mismo tiempo que historiador: aquel día todo era posible… el porvenir se hizo presente… es decir, ya no había más tiempo, fue un relámpago de la eternidad»[2]. De esta manera en medio de un relato histórico se detiene el tiempo y se produce el acontecimiento intemporal, a las ves irreversibles y premonitorias. También en la vida personal el acontecimiento absoluto, irreversible y premonitorio se produce continuamente, sea con características catastróficas o fundadoras de una nueva vida, y el objeto vinculado a este acontecimiento es el objeto idealizado.

Mas generalmente es como si todos dispusiéramos de un inmenso álbum de recuerdo entre los cuales pudiéramos escoger a voluntad las escenas idílicas o frustradoras y dolorosas, según el afecto que en el momento nos ligue a un objeto determinado, y por medio de esas cuidadosas selección involuntaria nos parece que dicho afecto se desprende directamente del objeto que en realidad hemos construido con esa selección.

Lo que nos interesa subrayar es que en todos los casos se cree captar en la imagen mítica o en la selección unilateral de las imágenes, la esencia misma salvadora o destructora del objeto; que en la imagen se revela directamente su sentido absoluto; y exclusivamente su sentido absoluto y exclusivamente prometedor o amenazador. No sobra insistir en que el proceso de idealización que aquí trato de describir no se refiere solamente a la idealización en el sentido del «objeto bueno» sino igualmente a la idealización en el sentido de la producción del «objeto malo», o perseguidor; incluso es frecuente que los dioses de las religiones abolidas se conviertan en los demonios de las nuevas religiones (esto se ve también en política). Podemos denominar desidealización patológica al proceso que consiste en invertir el objetos buenos en los malos, en lugar de relativizar al primero, situarlo en el conjunto de sus circunstancias, temporalizaron y pensarlo; no son pocos ahora los «filósofos» -en verdad más nuevos que filósofos- que tenían hace poco a Marx por el profeta de una nueva humanidad y lo tienen ahora por responsable de los campos de concentración.

Pero volvamos ahora al fenómeno del sobre- investimento selectivo de ciertas imágenes y del anhelo de captar en ellas la esencia misma del objeto. Ocurre que necesariamente cuando valoramos a los otros de esa manera aspiramos a ser valorados de la misma manera y en consecuencia ases acogidos absolutamente por otro o por otros como esencia y a producirles imágenes atreves de las cuales puedan capturarnos así. De este modo resultamos hipersensibilidades a todo a aquello que pueda dañar la imagen que tratamos de producir, fenómeno que corrientemente solemos denominar timidez. Y como no se trata de una interpretación sino de la captura de una esencia en una imagen, que damos por decirlo así, prestigioso o incluso cualquiera que vaya a acogernos fundando nuestro ser en la identidad, con la imagen que aprueba.

Acabamos de mencionar la timidez. No nos referimos aquí solamente a las manifestaciones evidentes del fenómeno como la angustia y el descontrol por no poder prever y dirigir el afecto que producimos en los otros, sino en la fuente del problema, que consiste precisamente en la sobre valoración de las imágenes como indicadoras de esencia, sobre valoración que empleamos para considerar a los otros; que se vuelven por lo tanto un criterio inevitable y amenazador de nuestra actualidad. Es posible, desde luego, escapar a la timidez por un procedimiento verdaderamente drástico como el que consiste en una identificación más o menos loca- quiero decir total- con una determinada función social codificada- el gerente, la secretaria, el barrendero, etc.- porque la locura puede consistir tanto en la perdida de la identidad como en una identidad absoluta e inmutable. Lacan decía que loco es un hombre que se toma por Napoleón[3]. Pero si no se consigue este logro desastroso y sin embargo se mantiene vivo el principio del sobreinvestimiento de la imagen, entonces la timidez seguirá siendo indicio de nuestra demanda de idealización aunque tratemos de evitar sus manifestaciones por medio de una negación imposible de los de los testigos molestos y un refugio en los testigos que creemos definitivamente seducidos. El problema no se resuelve sino cuando se abandona definitivamente el anhelo de ser captado y aprobado en un golpe de esencia y se valora el cambio la complejidad contradictoria de la vida, el trabajo como auto producción riesgosa en el tiempo, como continuidad en permanente reinterpretación, la comunicación interhumana siempre incompleta e inscrita en condiciones específicas que no son la simple mirada.


Encanto y terror de la imagen.

Pero la imagen- fantasía, recuerdo o percepción- no es una simple pantalla para proyectar nuestras emociones y pretende luego derivarlas de ella. Su encanto y su terror esta fundados en el texto desconocido que viene a condensar. No es un “estado de ánimo”, sino un drama oculto lo que resulta representado para el fóbico en la escena o situación que lo aterriza. Pero precisamente es el carácter informulable del drama, su falta de movilidad y de productividad de sentido lo que condena al fóbico a una interpretación cerrada de la escena. Así mismo, en el otro extremo de la vida, están las imágenes del amor- pasión; gestos, actitudes, rasgos y acentos, en los que se lee condensadas, no ya la amenaza de una identidad, precaria sino la promesa de una nueva identidad, la esperanza de una mirada que denuncia la precariedad del esquema de comportamiento en que veníamos repitiéndonos y abra un margen de confianza para intentar otra cosa; de una mirada que a pruebe posibilidades latentes que nunca pudieron ser ejercidas porque los seres para lo que esencialmente existimos no podían soportarlas. Por eso, mientras la escena fóbica indica un endurecimiento de los esquemas protectores, la escena amorosa desata un comportamiento exploratorio que introduce algo de juego y de ensayo en los gestos más simples de la vida, en la manera de caminar, de sentarse y de mirar por la ventana.

No se trata, por lo tanto, de llevar a cabo una crítica general de la imagen-como las intentadas por Sartre en su primer periodo- ni es suficiente tampoco una simple refutación de la empresa, en efecto absurda, de capturar en una imagen el sentido que solo puede generarse en un texto, en un proceso, en un conjunto determinado de relaciones. Ese «error” no es superable y es constitutivo; lo que se le opone no es la verdad pura y racionalista, ni la realidad brutal, «en sí», que, como mostró precisamente Sartre, no es más que el correlativo noemático de la náusea. De lo que se trata es que la imagen con su inevitable fuerza conserve un carácter exploratorio de proceso, se mantenga abierta al drama que le da su vigor, induzca posibilidades productivas. Entonces hace necesariamente parte del proceso del pensamiento y de la producción artística y no tiene por qué ser en si misma demanda de Idealización o terror de refutación. Pero mientras sea añorada como momento conclusivo, apoteosis del instante, actualización de una tendencia realizada, solo puede bloquear esos procesos. De esa manera la imagen puede ser estudiada como una de las encrucijadas en las cuales se bifurcan los caminos de la idealización y la sublimación. Freud insiste- sobre todo en introducción al narcisismo- en el carácter radicalmente diferente del proceso de idealización y de sublimación, los cuales no solo se diferencian sino que en algunos aspectos se contraponen, por ejemplo, con relación a la represión, que lo idealización favorece al contrario de la sublimación. Este concepto de sublimación bastante desafortunado- que Freud nunca desarrollo, podía caracterizarse rápidamente diciendo que consiste en la conversión de las pulsiones parciales, y de la lógica particular de cada una de ellas, así como de los mecanismos inconscientes, en poderes creativos.

Es una economía de la imagen lo que permite distinguir los dos caminos: la imagen puede estar inscrita en el proceso de sublimación y abre entonces el juego de imágenes, de pensamientos y de emociones, permite iniciar la exploración riesgosa y no gobernable de una significación desconocida; o bien, puede estar fijada y sobre investida en el proceso de la idealización y entonces es ya solo la imagen protectora o amenazadora de una identidad imaginaria, y opera, si así puede decirse, por medio de exteriorizaciones simple como lo interior y lo exterior, el bien y el mal la gratificación y la frustración, etc.


Demandas y oferta de idealización

Entendemos aquí por demanda de idealización, una necesidad de ser idealizado por otro, cualquiera que sea la problemática en que se funde, por ejemplo, la corroboración de un narcisismo paranoide o la compensación de una carencia de auto aprecio a la necesidad de que otros tenga fe en una convección que teme ser un delirio privado, etc. Entendemos en cambio por oferta de idealización en el cual se proyecta el yo ideal, del cual se espera una protección absoluta, una identidad garantizada, y una respuesta a todos los interrogantes. Este papel puede adjudicársele a una persona, a un grupo, a una ideología, o a un substituto imaginario de las figuras primordiales.

Es fácil observar que la «oferta» de idealización es muy frecuentemente una demanda apenas disimula de reciprocidad: «yo te idealizo para que tú me idealices», si me embargo los dos términos no son directamente correlativos no constituyen un evidente sistema de intercambio como puede ocurrir en los llamados «clubes de elogios mutuos”. Por el contrario, la demanda y la oferta de idealización, si tomamos el termino en el sentido fuerte que aquí nos interesa, es decir, vinculado a las necesidades de las necesidades de la identidad y a la organización del deseo y despojados de todo carácter, consiente o pro conscientemente instrumental, pueden y suelen ser dos fenómenos perfectamente diferenciables y que solo se requiere el uno al otro precisamente en la medida en que se contraponen y se fijan en sujetos distintos. Podemos encontrar por ejemplo una oferta de idealización desprovista de toda demanda recíproca y en ese sentido es lógico prometer a los «simples de corazón” que ellos verán a Dios; es muy posible incluso que no tenga que ir a buscarlo demasiado lejos, ya que pueden hallarlo en cualquier parte, en un padre, un patrón, un hermano mayor, etc. , ya que su simpleza consiste precisamente en una necesidad de idealizar a otros, tan grande, que ha atado en ellos toda crítica, toda malicia y todo sentido del humor. El que tema de antemano toda sospecha y todo resero que pueda obligarlo a pensar por sí mismo y anhele por el contrario sumarse a toda palabra que quiera enseñarle lo que hay que hacer, pensar y desear, ese ya va en busca del líder o del profeta y no dejara de encontrarlos. Este problema bastante complejo lo veremos más adelante.

Observamos, por ahora, que del otro lado hay diversas formas de demanda de idealización y que son muy diferentes sus relaciones con el pensamiento, el amor y el humor.

Tal vez el punto que mejor permita calificar es su relación con el pensamiento. Tomemos, en primer lugar el caso de una demanda de idealización global en forma de una aprobación incondicional dirigida selectivamente a un objeto determinado: la madre, y las figuras maternizarles, de manda que requiere continuamente la prueba de su incondicionalidad y por lo tanto no tiene que dar nada a cambio, ni realizaciones, ni protección, ni amor, ni coherencia, como ocurre en el caso del marido o del amante atarbán que se ofrece a la adoración de la sierva víctima, en el narcisismo de su ser falo; o el caso de «la bella indolente incorregible»- del que construye un magnífico ejemplo el capítulo IV de El Eterno Marido de Dostoievski, La mujer, el marido y el amante-; o el del jefe que solo se siente verdaderamente acatado cuando logra la sumisión ciega a su arbitrariedad; o el del hijo «calavera” que necesita medir la preferencia de que es objeto por la magnitud de lo que tiene que serle perdonado. No es difícil comprender que este tipo de demanda de idealización, lejos de constituir un motor para el pensamiento, constituye precisamente un freno, ya que no exige de si ninguna realización, ninguna coherencia. En el otro extremo (por lo que respecta al pensamiento) nos encontramos con las figuras del pensador y el artista que se debate con la locura y que temen que su capacidad de salir de lo ya sabio, de lo ya pensado y de lo ya dicho termine en la soledad en la soledad si retorno del delirio sino hay otro que acojan su palabra y se la apropien. No nos hagamos ilusiones sobre este punto: por muy poderoso que pueda ser un proceso de sublimación es perfectamente compatible, sin embargo, con una demanda de idealización. Nos asombramos a veces de la susceptibilidad de los grandes maestros frente a las menores divergencias de sus discípulos «disidente».es como se necesitarán contar con un amplísimo margen de confianza- ¿por qué no decir de fe?- para que el fondo de su pensamiento pudiera ser realmente captado. Porque ninguna teoría está protegida contra el delirio y ningún pensador contra la demanda de idealización. Porque oír no es solamente seguir un encadenamiento de razones lógicas sino también participar en una experiencia, ponerse en el lugar del otro, y en esto interviene necesariamente la identificación y el amor. No hay ilusión más ingenua que la de creer que se puede vivir sin pensar sin fe. Lo que realmente importa sin embargo, es saber en qué medida el proceso vital e intelectual es capaz de volver críticamente sobre sí mismo, de ser revisionistas, o si por el contrario se conserva patológicamente ortodoxo. Pero es allí precisamente donde está el gran peligro, porque desde la idealización y el amor se corre el riesgo de aceptar cualquier cosa. Y por ejemplo de no aprender ya nada, sino solamente recibir una revelación.

La revelación es el momento en que un drama personal informulable, que solo puede hablar por medio de inhibición, síntoma y angustia, encuentra de repente la posibilidad de alcanzar una formo de existencia colectiva en la palabra del profeta, en el texto, en el discurso del Otro (o del otro, el amante). El conflicto privado encuentra que no tiene que seguir condenando al silenció, que puede tomar la palabra y que se reconoce en una palabra y ve en ella sus temas, sus desarrollos ocultos y su sistema. Y en los hombres a quienes esa palabra liga- religiona- sus hermanos y sus destinatarios ideales como también en todos aquellos a quienes el mismo malestar, la misma opresión silenciosa que el tubo, hace candidatos de la elección para la conversión, y a los cuales podrá ofrecer la evidencia fulgurante que él recibió. Caen entonces verdaderas lenguas de fuego y se puede predicar en todos los idiomas de la tierra; aunque, naturalmente, no todos los hombres reciben la palabra, ya que hay muchos sordos de corazón.
Pero de todas maneras podemos predicar: «hermanos míos: abandonad vuestra neurosis vergonzante y sumaos conmigo a esta desvergonzada; abandonad la mentira de esa particularidad que está en vosotros, pero que no ha sido reconocida y elevada a la exaltación de una comunidad. Entonces ya no tendréis que afirmar vuestros pequeños intereses privados, ya que juntos podremos descartar la realidad dispersa e inmanejable y fundar el reino de nuestro sueño, el reino de dios». Pero después de anunciar esta buena nueva, de ofrecer este regalo absoluto, ¿Qué decir de a aquellos que se niegan a recibirlo, que se empecinan en la senda perdidas y se aferran a sus mezquinos intereses y conflictos privados? Habrá que concluir que son tercos, tontos por maldad, malos por tonterías, esclavos de soluciones restringidas cuando se les ofrece una solución total, filisteos que juzgan nuestra empresa con el rasero de sus vidas y sus valores, alienados en su míseras propiedades y en sus triunfos irrisorios.

De esta manera trata el profeta descartar la amarga experiencia de que la evidencia recibió no resulta válida para todos y hay que confesar que, en cierto sentido, no deja de tener razón ya que, según una economía de la angustia muy bien descrita por Freud al final de Psicología de las masas y análisis del yo, es verdead que la neurosis hace relativamente «asocial al individuo extrayéndole de las formaciones colectivas y habitables. Puede decirse que la neurosis es para las multitudes un factor de disgregación en el mismo grado que el amor. Así observamos inversamente que siempre que se manifiesta una enérgica tendencia a la formación colectiva se atenúan las neurosis e incluso llegan a desaparecerse, por lo menos durante algún tiempo»[4]. Pero esto solo en la medida en que « todas las adhesiones a sectas o comunidades místico-religiosa o filósofo- mística « ahorran en el individuo el trabajo con sus propios conflictos. Sin embargo, cualquiera que de una somera mirada a la historia sabe que cuando esta secta o comunidades adquieren un gran éxito, suelen producir también verdaderas catástrofes colectivas.

En cuanto a la oferta de idealización, puede también ser una oferta colectiva y Marx señala muy pertinente mente en el dieciocho Brumario de Luis Bonaparte que los pueblos, «en épocas de malhumor pusilánime, gustan dejar que los voceadores más chillones, ahoguen su miedos interior»[5]. Dostoievski describió en La leyenda de gran inquisidor[6].casi todas la gamas de esa demanda de idealización, no solo de autoridad y de protección, sino incluso de misterio; el anhelo de creer en una palabra radicalmente ininteligible porque un mensaje que pueda ser entendido no necesita ser creído y no nos ofrece por lo tanto posibilidad feliz de renunciar a pensar, a todo lo que el pensamiento tiene de angustia, imprevisibilidad y por lo tanto riesgo para nuestra vida; y cuantas veces el hombre prefiere más bien una convención trabajosamente conquista, relativa y modificable, una verdad absoluta y tanto más incuestionable cuanto que es perfectamente incomprensible, e inclinarse ante ella.

Debemos señalar aquí que existe una relación fundamental entre la oferta de idealización y la culpa. Los amargos reproches del profeta hacia todos aquellos que permanecen refractarios a su revelación, suena sin duda solamente como acusaciones pero proceden también obscuramente de la culpa, tratan de borrarla y convertirla en condenación de los otros. La culpa por no haberse podido escribir en las normas queda anulada declarando que no son más que la normas del viejo mundo corrompido y prosaico de la vida cotidiana, que carece de todo valor ahora que podemos jugarlo desde la fiesta de la comunidad, desde la borrachera de la ruptura. La culpa por el sufrimiento causado a los seres queridos, o por la hostilidad ellos, que son siempre en alguna medida objetos de identificación, queda redimida declarando que tanto ellos como nosotros éramos fruto de un mundo de perdición y que los convocamos ahora a seguirnos a un nuevo nacimiento. La culpa que procede de un yo ideal inflado, imaginario, en comparación con el cual nuestro yo real resulta despreciable y condenable, queda anulada precisamente por la demanda de que ese yo ideal queda actualizado y validado por la fe de los otros, por su aprobación incondicional.

En cuanto a la oferta de idealización hay que resisar que no es solamente una oferta de amor, sino también de proyectar, como decía Freud, nuestro superyó en un objeto externo, y ya no abra entonces más culpa que la reticencia que quede en nosotros con respecto a nuestra adhesión a él y la hostilidad que implica siempre la inevitable ambivalencia de todo amor. Pero esa reticencia y esa hostilidad la podemos siempre proyectar sobre el otro, el judío el trotskista, el contumaz apostata.

Para que no queden equívocos en este punto es bueno aclara que si bien son pertinente todas las críticas que desde Espinoza hasta nuestros días se han hecho a la conciencia culpable y a la teoría religiosa, jurídicas o filosóficas en que se racionaliza, en cambio el sentimiento de culpa, como tal, no se deja refutar, como no se deja refutar una forma cualquiera del deseo; hace parte de la economía de la vida y del pensamiento. El problema consiste más bien en la manera como este fenómeno, que tiene sus raíces en la larga dependencia inicial del ser humano con relación a objetos que son a la vez del deseo, del amor, de la identificación y de la hostilidad, se inscribe en la economía de la idealización y entonces trata de liquidarse mágicamente o de proyectar en otro, o bien tiende a superarse en la dirección de un reconocimiento de nuestras tendencias contradictorias.


Encanto y terror de la palabra

No hay ninguna palabra inocente, neutra, puramente denotativa; incluso allí donde se procura producir conceptos o signos artificialmente mono sémicos, unívocos, es decir, en el lenguaje de la ciencia, solo resulta eficaces y operatorios en la medida en que logramos mantener reprimida la proliferación de sentido, el valor de amenaza y promesa que son propias del signo. Hasta los números naturales y las figuras de la geometría plana están permanentemente asediados por una valoración simbólica que los refiere al orden del deseo. La palabra que parecería poseer un sentido más independiente del contexto- el nombre propio- es justamente aquella que está más íntimamente ligada al poder. No solo los primitivos suelen temer que el enemigo conozca su nombre como si con ello quedaran, por decirlo así, en sus manos, sino que todos los amantes convocan el nombre del ser amado y tratan de introducirlo de alguna manera en la conversación o, lo que es lo mismo , de invitarlo- como si con ese nombre poseyeran el secreto más íntimo de la identidad del otro con todas sus promesas; y cuando el nombre o su substituto circular entre los amantes, existe siempre el deseo de rebautizar al otro y de ser rebautizado por él porque todos surgimos en el discurso del Otro, de los objetos primordiales y padecemos de sus designio, expectativas y reparaciones inconscientes. Pero no solo el nombre sino toda palabra nos asalta en el núcleo de nuestro ser en la medida en que denuncia, así sea indirectamente, lo que nos está vedado saber de nosotros mismos porque resulta incompatible con la estructura de nuestra conciencia y de nuestra inevitable pretensión a la unidad; o bien, porque nombra y libera lo que permanecía silencioso en nuestra vida hablando solo síntomas; sea porque, como ocurre en el humor, una palabra acertada nos indique que ahora sobra esfuerzo para mantener reprimida una tendencia de nuestro ser- deseo u hostilidad- y que podemos reconciliarnos con ella hasta el punto de que la energía que empleábamos para acallarla quede sobrante y se manifieste como risa; sea porque, como ocurre en el amor, todo discurso del otro se dirija ocultamente a nosotros como a la garantía de su validez y todos nuestros discursos se dirijan al otro como a un testigo privilegiado capaz de validar no solamente nuestras proposiciones coherentes y verificables, que no lo necesitan, sino de nuestros tartamudeos y nuestras muletillas más particulares.

Hace casi treinta años Lacan reprochaba con razón a Freud el haber dejado en la sombra la fuerza de la palabra en su capítulo sobre las masas artificiales, la iglesia y el ejército, y decía: «la ironía de las revoluciones consiste en que engendran un poder tanto más absoluto en su ejercicio, no como se dice porque sea más anónimo sino porque está más reducido a las palabras que lo significan. Y más que nunca por otra parte la fuerza de la iglesias reside en el lenguaje que han sabido mantener…».[7]

En efecto, el poder que pretende amar a todos sus súbditos, protégelos y trabaja por su bien, demanda ante todo ser objeto de una idealización muy precisa: ser idealizado como el emisor de una palabra no cuestionable, no solamente de la palabra que designa el conjunto de lo prohibido, lo permitido y lo obligatorio, sino de la palabra que interpreta en general el sentido de la conducta y los acontecimientos y finalmente enuncia la verdad. El Emperador Justiniano (y nada menos que un texto sobre la santísima trinidad) duce: «aquellos que no piensan como nosotros están locos”[8]. Y parece que algunos psiquiatras soviéticos son todavía sus fieles discípulos. El poder pretende que su palabra produzca el famoso consenso social con el cual si bien no todos los problemas quedarían resueltos, al menos- y esto es lo más importante- serian interpretados de la misma manera y si algún aguafiestas viene a dañar esta alegre comunión del sentido y dice tercamente como galileo «debe saber que queda condenado a mentir sobre su propio pensamiento, al silencio y a la soledad[9]..

Y cuando el poder siente que ha perdido la credibilidad, su demanda de amor se convierte en persecución y censura, o bien puede tratar de recuperarla produciendo o designando un enemigo exterior en la confrontación con el cual todos tengan que estar unidos a riesgos de la derrota, la ruina o la muerte; lo que tiene la ventaja nada despreciable de que toda diferencia interna pueda hacerse aparecer como una complicidad de hecho con el enemigo externo. Si tomamos ejemplos más o menos extremos es para destacar una tendencia allí donde esta exacerbada hasta lo patológico; y para indicar un mecanismo que opera igualmente en la interlocución de los individuos.

Todo discurso contiene inevitablemente una demanda de amor, de corrobación de reconocimiento y arriesga por lo tanto ser defraudado, desconocido o, pero aun, desatendido; incluso el discurso que se opone directamente al otro, apela indirectamente a la aprobación y al amor de los terceros- presentes o ausentes- que lo acompañan en esa oposición. Tiene como se sabe, la particularidad de que habla desde la evidencia, sea en los celos interpretativos o en el delirio de persecución, y el que no la corrobora absolutamente, denuncia por ello mismo su ceguera total o su complicidad directa con el enemigo. No hay en esta palabra sin riesgo cabida para ninguna hipótesis ni proceso de verificación, ni intento de demostración, ya que el «otro”, el destinatario- que no es en realidad más que un yo especular- debe constatar pasivamente la verdad que se le demuestra sin lo cual pasa al campo enemigo.

En una organización psíquica muy diferente, nos encontramos el temor a ser invadido por el pensamiento del otro, habitado por su palabra, despojado por lo tanto de una palabra propia y, en consecuencia, anulando como sujeto del pensamiento y del deseo. Estas distorsiones patológicas de la intercomunicación, por opuesta que parezcan, tienen sin embargo un fondo común. Hubo en efecto un tiempo de comunicación sin distancia, en que la palabra de la madre no podía ser sospechosa ni diferir de la realidad y el sujeto puede quedar fijado a ese tiempo en el que su ser para orto era simplemente su ser, porque su madre no pudo hacer el duelo de su nacimiento, es decir, permítele nacer otra vez como sujeto autónomo o al menos diferente y ni siquiera permitió que su palabra fuera relativizada por un tercero (general mente el padre). Y el retorno a esa confusión primitiva pueda ser vivido en el horror, como el peligro permanente de una intrusión despersonalizarte o tratar de invertirse ocupado el papel del mismo primordial que constituye la realidad; pero puede también ser objeto de un anhelo de retorno al narcicismo sin falla de la pareja especular. Y finalmente es posible escindir la figura materna (que puede estar representada por el padre real) en un imagen persecutoria y otra que nos ofrece la plenitud; por ejemplo en la esfinge y Yocasta, el dragón y la princesa.

Sin duda, no tendría interés esta breve incursión en un terreno tan conocido hoy de la patología individual, si no fuera porque todo amor normal (pedimos perdón por esta fórmula contradictoria) no estuviera continuamente amenazado por esta tendencia y, sobre todo, porque en las formaciones colectivas suelen predominar abiertamente sin que nadie las note.

En un estudio titulado Miseria de La Cultura Argentina, Martin Eisen dice: «con esa sensibilidad para la diferencia que caracteriza las dictaduras, el gobierno infiltrado todas las zonas de desacuerdo posible y gracias a un bombardeo ideológico intensivo parece querer ocupar todos los lugares, institucionales o no. La trama de los lazos entre la sociedad civil y el estado tiende a apretarse, haciendo desaparecer todas las disensiones. La dictadura tiene su idea: la simbiosis”[10] Que un gobierno terrorista que no puede hacerse ilusiones sobre la opinión que le merece a la inmensa mayoría de la población, ni sobre los intereses de clase y de casta que representa en el poder, se proponga semejante ideal, es algo sin duda grotesco, pero hay que saber que todo gobierno que selo proponga, cualquiera que sea el grado de entusiasmo que despierte en las masas y precisamente en la medida en que se proponga, conduce al terror. Existe hoy, desde luego, formas mucho menos burdas de intimidación, pero que parten también a su modo de la formula siniestra según la cual « el que no está conmigo está contra mí”.

Son las hermenéuticas reductoras que no pueden tolerar interpelan directamente al emisor: « ¿a nombre de quien habla usted, de que intereses, con qué intenciones? ¡Identifíquese porque si no, nosotros lo desenmascaramos!”. Y más que el enemigo declarado que entra en su propia lógica, les molesta un discurso que no declare los signos de su pertenencia, que no presente un léxico marcado, sembrado de contraseña, una jerga reconocible. Porque ese es el discurso que puede amenazar su monopolio del sentido, introducir la polisemia, la interrogación y la relativización en la terminología más consagradas, en los mojones inconmovibles del idiolecto. Toda ideología investida como discurso primordial que contiene en el principio respuesta para todo, no puede ser cuestionada porque ello generaría una verdadera crisis de identidad en sus adherentes y estos prefieren concebir la palabra que los interroga como una simple mascara de tras de la cual se oculta el rostro verdadero de intereses e intenciones inconfesables. La fuerza y la peligrosidad de esta posición procede de que en alguna medida está en todos nosotros, de que todos tenemos la añoranza de una unidad perdida y hacemos nuestra oferta de idealización a una palabra que nos designe al fin el sentido del mundo y nuestra situación en él.

Si resulta tan difícil combatir la explotación, la dominación y la escandalosa desigualdad, ello se debe desde luego, por una parte, a la resistencia de los explotadores y a su poderío económico, y militar; pero también, por otra parte a la dificultad de construir un espacio social y legal (ya que la ley no es superable y el sueño de superarla es una regresión infantil) en el que puede a firmarse la diferencia y la controversia y producirse un acuerdo real, es decir relativo, revisable modificable, en lugar de buscar una comunión de las almas. Reconocer que nunca se podrá escapar del todo a las peripecias de la idealización es ya una manera de evitar la tentación trágica de tratar de encarnala en la realidad.

En nuestra época estamos vendo que es tan poderosa la tendencia a producir un grupo madre y la oferta de idealización a quien pretenda o parezca encarnarlo, no solo las religiones y los movimientos políticos, sino también las sociedades psicoanalíticas y las tendencias teóricas, mas lucidas y más productivas tienden a convertirse en partidos totalitarios y comienzan a secretar, con la misma naturalidad con la que el hígado secreta bilis, sus ortodoxos y sus herejes.

En las relaciones personales la única manera de conseguir una relativa continuidad afectiva consiste en reconocer que el anhelo de ser uno y el anhelo de mutua transparencia- siempre presenta en el deseo y el amor- es afortunadamente inefectuable, ya que nadie pueda ser uno ni siquiera consigo mismo, ni transparente para sí mismo.


1- Texto de la conferencia presentada en octubre 1982 en la biblioteca pública piloto de Medellín. Fue publicado originalmente en revista de extensión cultural de la Universidad Nacional de Colombia seccional de Medellín Nos. 13- 14, diciembre de 1982. Más tarde apareció como ensayo central del libro Sobre la idealización en la vida y colectiva (Pro cultura, 1985). Por tratarse de un texto escrito lo presentamos en su versión original.
2. Levi-Strauss, Antropologie Structural, Plon, Paris, 1974, pág. 231
3.  Propos sur la causalité psychique, en Escrits, Editions du Seuil, París, 1966, pág. 171.
4. Obras completas, tomo III, Editorial Biblioteca Nueva, Madrid.
5. El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, I Editorial progreso, Moscú, pág. 14. (Existen múltiples ediciones)
6. Los hermanos Karamazov, parte II. Libro v, capitulo v, En obras completas, tomo III, Aguilar, Madrid, 1975, pág. 204
7. Lacan, Jacques, Écrits, Editions du seuil, Paris, 1966, pag. 283
8. Citado por Pierre Legendre en pouoirs No. 11. Pag.11.
9. Ver Janine Chasseguet- Smirgel Algunas Reflexiones sobre la ideología, en Pouoirs, No. 11.pag. 39.
10. Les tempos Modernes. Julio- Agosto 1981. Pág. 233.

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